Comentario
El siglo XVI fue una centuria clave para el Papado si tenemos en cuenta los graves acontecimientos que le iban a impactar y las difíciles circunstancias que tendría que afrontar, especialmente las motivadas por la ruptura protestante. No obstante, tras una fase crítica de desconcierto y debilidad, lograría salir adelante con renovadas fuerzas hasta alcanzar, desde la perspectiva de su poder temporal como titular de la soberanía del Estado pontificio, un claro auge en la segunda mitad del Quinientos.
Si del primer Papa elegido ya iniciada la nueva andadura secular (Pío III en 1503) no se puede resaltar nada, dado su brevísimo mandato, el siguiente, por contra, no pasaría precisamente desapercibido, ya que por su personalidad y sus acciones de gobierno alcanzaría a ser una figura clave en los años de la primera década del siglo XVI, tanto en el marco de la política italiana como fuera de sus fronteras. Julián Della Rovere, el papa Julio II (1503-1513), fue un típico soberano belicoso, audaz e intrigante. Al igual que de sus predecesores inmediatos, casi nada podría resaltarse en él desde el punto de vista espiritual, como máximo pastor del rebaño de los fieles cristianos; sin embargo, si analizamos su mandato como monarca del Estado pontificio, su figura se destaca sobremanera. Supo consolidar de una forma bastante definitiva el poder temporal de la Santa Sede: controló de nuevo a los inquietos señores feudales que de continuo desobedecían la autoridad soberana del Pontífice; expulsó de su ámbito de poder al peligroso César Borja; recuperó Bolonia y Perusa, se apoderó de Ravena, que había sido tomada por Venecia, logrando incluso anexionarse las posesiones milanesas de Parma y Piacenza. El Estado de la Iglesia quedó así fortalecido territorialmente y robustecido por el autoritarismo papal. Julio II no dudó en empuñar personalmente la espada y en dirigir sus ejércitos, mostrándose públicamente en su faceta de Papa guerrero, osado y belicoso. Tampoco desperdició su capacidad de intrigar, cambiando de bando en las alianzas interestatales cuando la ocasión lo requería, como lo demostró al organizar la lucha contra Venecia atrayendo a su causa al rey francés para poco tiempo después aliarse con los venecianos contra los franceses, tan presentes aún en los acontecimientos italianos.
Por esta rivalidad política, los últimos años del pontificado de Julio II estuvieron marcados por el tenso pulso que se planteó entre él y el monarca francés Luis XII. Éste, reanimando y utilizando en su propio beneficio las tesis conciliaristas, promovió en 1511 una asamblea eclesiástica en Pisa, contando con cardenales adictos, con el claro propósito de minar la autoridad papal y de contrarrestar la política exterior de la Santa Sede, que estaba resultando bastante perjudicial para la Corona gala. Julio II contraatacó de inmediato convocando a su vez otro Concilio general en Letrán (1512), donde reunió a la mayor parte de los prelados, dictándose a continuación fuertes penas de orden espiritual para castigo del rey francés y de sus partidarios.
La victoria de la Monarquía papal resultó completa, gozando Julio II en el último año de su existencia de un amplio reconocimiento en Italia, al aparecer como abanderado de la lucha contra los bárbaros extranjeros. A ello se unió el merecido prestigio como mecenas que obtuvo por su apoyo a figuras tan sobresalientes como Bramante, Miguel Ángel y Rafael, por la creación del Museo Vaticano, o por ser el iniciador de la construcción de la basílica de San Pedro. Sin duda aluna fue una personalidad extraordinaria, más apta para la lucha política, para los conflictos bélicos y para el desarrollo de la cultura renacentista que para asumir la difícil y problemática tarea de ser la cabeza visible de la Cristiandad v de actuar en consecuencia en pro de una religiosidad auténtica y de una Iglesia menos corrompida. Como jefe espiritual resultó un total fracaso; como soberano temporal y protector de las artes, un triunfador.